Por: Enrique Ignacio Gómez Ordoñez.
Una frase atribuida
al escritor George Orwell indica que “la historia la hacen los vencedores”, en
una especie de victoria narrativa sobre quienes han sido vencidos o caen en una
condición de vulnerabilidad social.
Afortunadamente hoy
no es el caso, pues el libro “Jiquipilco, una historia para la reflexión”,
revigoriza la tesis de que la historia debe ser contada por hombres libres; ni
vencedores, ni vencidos, ni autoritarios, ni sumisos, simplemente ciudadanos
que al escribir caminan en los espacios de libertad.
La tarea se vuelve
aún más compleja si recordamos que narrar la historia de un pueblo es
redescubrir un universo, recrear un horizonte que nunca ha sido trazado, y que
encierra miles de historias que se han perdido en el reloj del tiempo.
En sí narrar la
historia de un pueblo es diseccionar la travesía de una Nación. A nivel micro
conocer la memoria de un pueblo es atisbar el código genético de un País.
Y Jiquipilco, pueblo
que puede parecer olvidado en el mapa político, económico y social del Estado
de México, y de México, es un crisol de apuntes sociales que por momentos rayan
en lo novelesco, en la ficción, en lo absurdo, en la historia que merece ser
escrita y conocida.
Por ejemplo, digno de
una novela es aquel pasaje de Doña María, que no fue una persona, sino una campana
que salvó a cientos de nativos de Jiquipilco de trabajar en las obras del desagüe
de Huehuetoca, y en las minas de Tlapuhajua y Zimapan.
Tal campana que
existía en Jiquipilco fue donada para que el Rey de España, Felipe IV, mediante
una cédula real emitida en 1592, eximiera a los nativos de la región de los
trabajos forzados en esos lejanos parajes. Orden que por cierto no fue cumplida
del todo, pues en 1818 vuelve a realizarse la suplica al Rey Fernando VII.
La historia parece
convertirse en leyenda con el episodio del raro ataúd del sacerdote Francisco
Aguilar y Martell, evangelizador del siglo XVI, franciscano, piadoso, quien
colocó la cruz en el cerro de Santa Cruz Tepexpan, y quien al ser enterrado en
el templo de Jiquipilco El Viejo, fue abrazado por las raíces de un imponente tepozán.
La historia de una
Hacienda y un Libertador se hace presente cuando el cura Miguel Hidalgo y
Costilla pernocta en la Hacienda de Nijiní, el 4 de noviembre de 1810, después
de replegarse cuando decidió no entrar a la Ciudad de México.
Dos días pernocta ahí
para después caminar hacia su derrota y muerte, pues en Aculco comenzaría el
desbarrancamiento del primer movimiento independentista.
El libro que hoy
comentamos rescata del olvido a personajes singulares como Bartolomé
Ballesteros Navarrete, historiador del siglo XIX, conocedor del telégrafo,
inventor del pararrayos, poeta, testigo de la invasión norteamericana en 1847,
protagonista de su historia.
Y no hay duda que la
historia reta a la ficción en el pasaje de “la mesa del Emperador”, de cuando
el cuerpo sin vida del Emperador Maximiliano de Hasburgo llega a Río Frío en noviembre de 1867, después de la caída de
Querétaro a manos de las fuerzas liberales.
En la tienda de
Francisco Laurent es velado, y se le coloca en una mesa ovalada, que
posteriormente sería llevada a la Hacienda de Mañi, y cuyos restos aún existen
en ese lugar.
En las siguientes
páginas confirmamos que la historia de un pueblo permite conocer el código
genético de un país, pues en la época de 1910 a 1920, Jiquipilco vive el
episodio de una revolución perdida, ayuno de líderes revolucionarios, pero
escenario de bandidajes absurdos, justificados por una causa que nadie
entendió.
Y nuevamente la
historia nos incita a la leyenda, con esa legendaria locomotora que servía para
explotar los bosques y que a principios del siglo pasado recorría las planicies
de Jiquipilco.
La ironía también se
hace presente en el episodio del “reloj que nunca se pagó”, cuando siendo
presidente municipal José Vicente García
compra el reloj del pueblo en la tienda “La Princesa”, de la Ciudad de
México, siendo aval de la compra David Montes de Oca, diputado federal del
Partido del Trabajo.
La tragedia de un
pueblo se presenta de manera cruda y artera en los hechos ocurridos el 24 de
febrero de 1940. Ese día el presidente municipal de Jiquipilco, León Navarrete
Ordóñez, recibe una bala mortal de uno de sus escoltas, error fatídico que
sería el detonante de una tragedia mayor.
Lo ocurrido es propio
de una épica historia donde el dolor y la sin razón son los principales
protagonistas; la venganza de los habitantes de la cabecera municipal de
Jiquipilco contra los nativos de San Felipe Santiago queda como un hecho de
sangre, de duelo, de historia negra.
Y en la historia de
progreso, resaltable es la obra de Alfredo Gómez León, presidente municipal en
1948. Hombre de visión que supo atisbar los nuevos tiempos que se vivían en la
política estatal, con la llegada de los políticos de Atlacomulco al poder
estatal.
Resalta la obra que
impulsa para comunicar a Jiquipilco con Ixtlahuaca, acción que le merece el
reconocimiento del gobierno estatal.
El signo del agotamiento
político que vivió el país en el siglo pasado, lo vemos en el proceso de
construcción de ciudadanía que vive Jiquipilco, cuando un grupo de personajes
conforman la Asociación Xiquipilli, que además de promover la cultura derivaría
en la defensa del bosque.
En síntesis el libro
que hoy tienen a la vista es la capsula del tiempo que reúne las voces diversas
de quienes protagonizaron los hechos que cambiaron a este pueblo: el idealista
José Vicente García, el visionario
sacerdote Cornelio Vargas, el indio Bonifacio, quien enseñó otomí al
antropólogo Jacques Soustelle, el agrarista Alfredo Gómez León, el hombre culto
y visionario Rodolfo Leyva Arzate, y muchos más que dieron identidad a este
pueblo, para no ser huraños de la historia como explica el propio autor.
Decía el escritor
Carlos Monsivais que escribir es poblar, dado que al escribir se detallan, se
definen, se enlistan, se delinean hechos y personajes, se da vida a una
historia que al saberse escrita da identidad a sus protagonistas, ese es el
mérito que nadie le puede regatear a este libro, que no refresca la memoria de
Jiquipilco, sino que provoca a tener memoria, a voltear al pasado para
recuperarlo y reflexionarlo.
Pero la apuesta del
autor no queda ahí, como todo texto histórico no puede reservarse a la mención
anecdótica, sino que debe ser motivo para un cambio en el lector, que
conociendo su historia no la repita en un ciclo de injusticias, y que por el
contrario sea oportunidad para generar una opinión pública más crítica de su
propio porvenir.
Este texto también
viene a ser un documento, una proclama, un llamado para las nuevas generaciones
para que oxigenen la vida política y social de Jiquipilco, donde la autocracia no siga vestida de simulación
democrática, donde el juego electoral y político no sea reducido a una sucesión
de elites, donde el conocimiento del pasado nos de luces para advertir que la
historia la hacemos hoy.
Muchas gracias.
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