lunes, 5 de mayo de 2014

Comentarios a la obra: "Jiquipilco una historia para la reflexión"

Por: Enrique Ignacio Gómez Ordoñez.

Una frase atribuida al escritor George Orwell indica que “la historia la hacen los vencedores”, en una especie de victoria narrativa sobre quienes han sido vencidos o caen en una condición de vulnerabilidad social.
Afortunadamente hoy no es el caso, pues el libro “Jiquipilco, una historia para la reflexión”, revigoriza la tesis de que la historia debe ser contada por hombres libres; ni vencedores, ni vencidos, ni autoritarios, ni sumisos, simplemente ciudadanos que al escribir caminan en los espacios de libertad.



Esta tarea entraña mayor dificultad cuando el escritor, en papel de historiador nato recupera las voces pérdidas del pasado, los hechos cubiertos por la hidra de la desmemoria, y alienta al reconocimiento de los hombres que salieron de la inercia cotidiana para generar un cambio de paradigmas.
La tarea se vuelve aún más compleja si recordamos que narrar la historia de un pueblo es redescubrir un universo, recrear un horizonte que nunca ha sido trazado, y que encierra miles de historias que se han perdido en el reloj del tiempo.
En sí narrar la historia de un pueblo es diseccionar la travesía de una Nación. A nivel micro conocer la memoria de un pueblo es atisbar el código genético de un País.
Y Jiquipilco, pueblo que puede parecer olvidado en el mapa político, económico y social del Estado de México, y de México, es un crisol de apuntes sociales que por momentos rayan en lo novelesco, en la ficción, en lo absurdo, en la historia que merece ser escrita y conocida.
Por ejemplo, digno de una novela es aquel pasaje de Doña María, que no fue una persona, sino una campana que salvó a cientos de nativos de Jiquipilco de trabajar en las obras del desagüe de Huehuetoca, y en las minas de Tlapuhajua y Zimapan.
Tal campana que existía en Jiquipilco fue donada para que el Rey de España, Felipe IV, mediante una cédula real emitida en 1592, eximiera a los nativos de la región de los trabajos forzados en esos lejanos parajes. Orden que por cierto no fue cumplida del todo, pues en 1818 vuelve a realizarse la suplica al Rey Fernando VII.
La historia parece convertirse en leyenda con el episodio del raro ataúd del sacerdote Francisco Aguilar y Martell, evangelizador del siglo XVI, franciscano, piadoso, quien colocó la cruz en el cerro de Santa Cruz Tepexpan, y quien al ser enterrado en el templo de Jiquipilco El Viejo, fue abrazado por las raíces de un imponente tepozán.
La historia de una Hacienda y un Libertador se hace presente cuando el cura Miguel Hidalgo y Costilla pernocta en la Hacienda de Nijiní, el 4 de noviembre de 1810, después de replegarse cuando decidió no entrar a la Ciudad de México.
Dos días pernocta ahí para después caminar hacia su derrota y muerte, pues en Aculco comenzaría el desbarrancamiento del primer movimiento independentista.
El libro que hoy comentamos rescata del olvido a personajes singulares como Bartolomé Ballesteros Navarrete, historiador del siglo XIX, conocedor del telégrafo, inventor del pararrayos, poeta, testigo de la invasión norteamericana en 1847, protagonista de su historia.
Y no hay duda que la historia reta a la ficción en el pasaje de “la mesa del Emperador”, de cuando el cuerpo sin vida del Emperador Maximiliano de Hasburgo llega a Río Frío  en noviembre de 1867, después de la caída de Querétaro a manos de las fuerzas liberales.
En la tienda de Francisco Laurent es velado, y se le coloca en una mesa ovalada, que posteriormente sería llevada a la Hacienda de Mañi, y cuyos restos aún existen en ese lugar.
En las siguientes páginas confirmamos que la historia de un pueblo permite conocer el código genético de un país, pues en la época de 1910 a 1920, Jiquipilco vive el episodio de una revolución perdida, ayuno de líderes revolucionarios, pero escenario de bandidajes absurdos, justificados por una causa que nadie entendió.
Y nuevamente la historia nos incita a la leyenda, con esa legendaria locomotora que servía para explotar los bosques y que a principios del siglo pasado recorría las planicies de Jiquipilco.
La ironía también se hace presente en el episodio del “reloj que nunca se pagó”, cuando siendo presidente municipal José Vicente García  compra el reloj del pueblo en la tienda “La Princesa”, de la Ciudad de México, siendo aval de la compra David Montes de Oca, diputado federal del Partido del Trabajo.
La tragedia de un pueblo se presenta de manera cruda y artera en los hechos ocurridos el 24 de febrero de 1940. Ese día el presidente municipal de Jiquipilco, León Navarrete Ordóñez, recibe una bala mortal de uno de sus escoltas, error fatídico que sería el detonante de una tragedia mayor.
Lo ocurrido es propio de una épica historia donde el dolor y la sin razón son los principales protagonistas; la venganza de los habitantes de la cabecera municipal de Jiquipilco contra los nativos de San Felipe Santiago queda como un hecho de sangre, de duelo, de historia negra.
Y en la historia de progreso, resaltable es la obra de Alfredo Gómez León, presidente municipal en 1948. Hombre de visión que supo atisbar los nuevos tiempos que se vivían en la política estatal, con la llegada de los políticos de Atlacomulco al poder estatal.
Resalta la obra que impulsa para comunicar a Jiquipilco con Ixtlahuaca, acción que le merece el reconocimiento del gobierno estatal.
El signo del agotamiento político que vivió el país en el siglo pasado, lo vemos en el proceso de construcción de ciudadanía que vive Jiquipilco, cuando un grupo de personajes conforman la Asociación Xiquipilli, que además de promover la cultura derivaría en la defensa del bosque.
En síntesis el libro que hoy tienen a la vista es la capsula del tiempo que reúne las voces diversas de quienes protagonizaron los hechos que cambiaron a este pueblo: el idealista José Vicente García, el visionario  sacerdote Cornelio Vargas, el indio Bonifacio, quien enseñó otomí al antropólogo Jacques Soustelle, el agrarista Alfredo Gómez León, el hombre culto y visionario Rodolfo Leyva Arzate, y muchos más que dieron identidad a este pueblo, para no ser huraños de la historia como explica el propio autor.
Decía el escritor Carlos Monsivais que escribir es poblar, dado que al escribir se detallan, se definen, se enlistan, se delinean hechos y personajes, se da vida a una historia que al saberse escrita da identidad a sus protagonistas, ese es el mérito que nadie le puede regatear a este libro, que no refresca la memoria de Jiquipilco, sino que provoca a tener memoria, a voltear al pasado para recuperarlo y reflexionarlo.
Pero la apuesta del autor no queda ahí, como todo texto histórico no puede reservarse a la mención anecdótica, sino que debe ser motivo para un cambio en el lector, que conociendo su historia no la repita en un ciclo de injusticias, y que por el contrario sea oportunidad para generar una opinión pública más crítica de su propio porvenir.
Este texto también viene a ser un documento, una proclama, un llamado para las nuevas generaciones para que oxigenen la vida política y social de Jiquipilco, donde  la autocracia no siga vestida de simulación democrática, donde el juego electoral y político no sea reducido a una sucesión de elites, donde el conocimiento del pasado nos de luces para advertir que la historia la hacemos hoy.
Muchas gracias.


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