Roberto
Gómez Navarrete.
Evocar el pasado para hacerlo presente,
surgiría en aquel encuentro-convivencia en San José del Sitio de Jiquipilco,
precisamente el 14 de mayo del 2016, un cumplido histórico, a favor de mis ascendientes
Ordoñez, por el lado materno. Una celebración espiritual inédita, propiciada
gracias al empeño y esfuerzo de José Luis Ordoñez Domínguez. Descendiente
directo de los primeros Ordoñez; los cuales llegarían de España a México en el
siglo XIX, precisamente en el año de 1862, época en que nuestro país enfrentaba
a los franceses invasores en la ciudad de Puebla y donde el general Ignacio
Zaragoza alcanzaba la gloria en la derrota infringida al general Lorences,
máximo exponente del ejército francés el 5 de mayo del mismo año de 1862.
Aquellos Ordoñez, a partir de ese año se
dispersarían tanto en el Estado de México como en Querétaro, al final, se
ubicarían en Jiquipilco como en San Bartolo Morelos, fundamentalmente en San
Lorenzo Malacota. Los originales Ordoñez de esta manera formarían una inmensa
familia, y cuyos herederos serían los interlocutores de esta memorable
celebración, donde se renovaban afectos, recuerdos, nostalgias e identidades,
además las reminiscencias abrillantadas a pesar de tiempos remotos.
En aquella reunión de felicidades
remozadas, a mi mente vendría mi relación con los Ordoñez y con el pueblo de
San Lorenzo Malacota. Un pueblo que miraba en la lejanía desde las montañas de
Huemetla en los Reyes Jocotitlan, ahí donde oficiaba como Pasante Médico en
Servicio Social. Aquí, la venturosa narración:
José Luis Ordoñez , Eulalia Ordoñez, Dante Ordoñez y Roberto Gómez Navarrete. |
Era a finales del mes de junio de aquel
año mi trabajo médico terminaba en el pueblo de Los Reyes; ahí vendría para mí
un interrogante: ¿Por qué pensar en Malacota recargado en los cerros y bosques
junto al sitial peñascoso de la Bufa? ¿Empatía, curiosidad? Tal vez... la
decisión fue conocer de cerca San Lorenzo. Por aquellos días, acompañado de la
gentil enfermera Petra Gil Garduño, emprenderíamos la caminata desconociendo
los caminos y brechas. No obstante las penurias pude llegar estacionando mi
auto frente a la escuela del pueblo. De ahí salía mucha gente, siendo
reconocido por la profesora Aurelia Becerril, paisana mía de Jiquipilco.
Dentro de esa concurrencia estaban los
hijos de José Ordoñez Torrijos (Don Pepe) el hombre emblemático de San Lorenzo:
Gilberto, Catarino, así como las señoras Alicia, Esperanza y Eulalia, junto a
ellos don Manuel Rodríguez y Reynaldo Mercado, éste, esposo de la señora
Eulalia.
Después de ese cálido recibimiento nos
ofrecieron de comer, ahí vendría la propuesta expresada por la señora Eulalia
para ejercer como médico en aquel lugar, propuesta que me llevaría a la
reflexión. Sin embargo aquellas palabras más tarde cobijarían mi entusiasmo no
importando carencias ni falta de equipo para cumplir la misión ofertada.
En mi haber mental la enseñanza médica
estaba lejos, así como la teoría recibida en aulas y hospitales, mi desempeño
en una clínica particular y las prácticas en la Cruz Roja Mexicana. Todo era
cuestión del pasado, ahora sin respaldo institucional enfrentaba en San Lorenzo
a la realidad y responsabilidad por mi cuenta y riesgo, con la esperanza de
fortalecer la experiencia que necesitaba.
Desde el primer día de mi ejercicio
médico, obtuve tanto el respeto como la calidez humanitaria de los Ordoñez y,
como figura principal a la señora Eulalia quien dispondría una habitación para
mi “consultorio”: una mesita, cuatro sillas de asiento de tule, agregando yo
una mesa de exploración destartalada que me habían prestado, y lo maravilloso
¡una intérprete que me traducía el otomí de los indígenas al español! ejercida
por la excelsa voluntad de doña Eulalia; ahí también una joven llamada Carolina
se ofrecía como voluntaria... ¿Qué más quería?
Con esas ofertas de voluntades
singulares mi labor como médico siguió exitosa, todo se resolvía con alegría y
satisfacción.
Un día disfrutando esa dicha estarían
frente a mí tres indígenas: un hombre y dos mujeres solicitando mis servicios
para un paciente grave cuyo domicilio estaba en lomeríos lejanos. De inmediato
me puse en camino, el hombre llevando mi maletín apuraba el paso por la cuesta
empinada, no importando que las mujeres que lo seguían se lastimaban los pies
descalzos en la vereda pedregosa; subimos hasta una loma donde empezaba el
bosque. – Ya llegamos me dijo aquel hombre que mostraba profunda angustia: -Mi
papá esta atrasito de la casa, lo dejamos ahí calentándose en el solecito.
En efecto, al enfermo lo hallé acostado
sobre un petate y cubierto con una cobija que le cubría hasta el rostro, con
cuidado lo descubrí, observando la cara de mi supuesto paciente: un anciano de
músculos faciales relajados, con la boca abierta mostrando deshidratación, los
párpados a medio cerrar, el pelo canoso escurriéndose sobre la frente,
exhibiendo el rictus característico de la muerte. Aquel ser humano vagaba ya en
el otro mundo. ¡Estaba completamente
muerto! En aquel momento yo, el médico con mis grandes intenciones y buena fe
no tenía ¡Nada, pero nada que hacer! Sólo cerrarle los ojos sintiéndome inútil
ante la insalvable realidad.
En aquella escena de lamentos veía a las
dos mujeres indígenas abrazando a su muerto, en tanto decidía despedirme; en
ese momento, aquel hombre me ofertaba lo que para él era el pago de la consulta.
-Doctorcito llévese este gallito –así me
dijo, secándose las lágrimas con los puños de su camisa –para que se tome un
caldito, no tenemos con que pagarle ya que estamos muy pobres. En ese lamentable
momento rechace el obsequio, enfilando hacia la cuesta pedregosa acompañado
sólo de mis cavilaciones, el impacto de aquel momento se injertaba en mi
conciencia frente a aquel paisaje de piedras y arbustos.
El recuerdo imborrable aparecía ese 14
de mayo en la fiesta de los Ordoñez, alcanzaba a ver imaginariamente a las dos
mujeres regando sus lágrimas recargadas en los costerones de esa choza donde
habitaban el dolor y la pobreza.
En aquellos horizontes sentimentales
todo se cobijaba en el misterio: mi profesión ¿Un tabú o un acertijo de
incertidumbres? Sólo permanecía presente ante mí la mística ferviente de curar
el dolor ajeno, así como el imposible de resucitar muertos.
Un día salí de aquel San Lorenzo
Malacota, dejando ahí afectos y gratuidades, mi destino: la ciudad de México
para titularme como médico llevando consigo la nostalgia como la felicidad
interna de haber dado lo mejor de mi precaria experiencia en aquel pueblo de
protagonismos, añoranzas, un todo, hilvanado en mis gratísimos recuerdos.
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