domingo, 12 de junio de 2016

La fraternidad Ordoñez & Ordoñez.


Roberto Gómez Navarrete.

Evocar el pasado para hacerlo presente, surgiría en aquel encuentro-convivencia en San José del Sitio de Jiquipilco, precisamente el 14 de mayo del 2016, un cumplido histórico, a favor de mis ascendientes Ordoñez, por el lado materno. Una celebración espiritual inédita, propiciada gracias al empeño y esfuerzo de José Luis Ordoñez Domínguez. Descendiente directo de los primeros Ordoñez; los cuales llegarían de España a México en el siglo XIX, precisamente en el año de 1862, época en que nuestro país enfrentaba a los franceses invasores en la ciudad de Puebla y donde el general Ignacio Zaragoza alcanzaba la gloria en la derrota infringida al general Lorences, máximo exponente del ejército francés el 5 de mayo del mismo año de 1862.
Aquellos Ordoñez, a partir de ese año se dispersarían tanto en el Estado de México como en Querétaro, al final, se ubicarían en Jiquipilco como en San Bartolo Morelos, fundamentalmente en San Lorenzo Malacota. Los originales Ordoñez de esta manera formarían una inmensa familia, y cuyos herederos serían los interlocutores de esta memorable celebración, donde se renovaban afectos, recuerdos, nostalgias e identidades, además las reminiscencias abrillantadas a pesar de tiempos remotos.
En aquella reunión de felicidades remozadas, a mi mente vendría mi relación con los Ordoñez y con el pueblo de San Lorenzo Malacota. Un pueblo que miraba en la lejanía desde las montañas de Huemetla en los Reyes Jocotitlan, ahí donde oficiaba como Pasante Médico en Servicio Social. Aquí, la venturosa narración:
José Luis Ordoñez , Eulalia Ordoñez, Dante Ordoñez y Roberto Gómez Navarrete.
Era a finales del mes de junio de aquel año mi trabajo médico terminaba en el pueblo de Los Reyes; ahí vendría para mí un interrogante: ¿Por qué pensar en Malacota recargado en los cerros y bosques junto al sitial peñascoso de la Bufa? ¿Empatía, curiosidad? Tal vez... la decisión fue conocer de cerca San Lorenzo. Por aquellos días, acompañado de la gentil enfermera Petra Gil Garduño, emprenderíamos la caminata desconociendo los caminos y brechas. No obstante las penurias pude llegar estacionando mi auto frente a la escuela del pueblo. De ahí salía mucha gente, siendo reconocido por la profesora Aurelia Becerril, paisana mía de Jiquipilco.

Dentro de esa concurrencia estaban los hijos de José Ordoñez Torrijos (Don Pepe) el hombre emblemático de San Lorenzo: Gilberto, Catarino, así como las señoras Alicia, Esperanza y Eulalia, junto a ellos don Manuel Rodríguez y Reynaldo Mercado, éste, esposo de la señora Eulalia.
Después de ese cálido recibimiento nos ofrecieron de comer, ahí vendría la propuesta expresada por la señora Eulalia para ejercer como médico en aquel lugar, propuesta que me llevaría a la reflexión. Sin embargo aquellas palabras más tarde cobijarían mi entusiasmo no importando carencias ni falta de equipo para cumplir la misión ofertada.
En mi haber mental la enseñanza médica estaba lejos, así como la teoría recibida en aulas y hospitales, mi desempeño en una clínica particular y las prácticas en la Cruz Roja Mexicana. Todo era cuestión del pasado, ahora sin respaldo institucional enfrentaba en San Lorenzo a la realidad y responsabilidad por mi cuenta y riesgo, con la esperanza de fortalecer la experiencia que necesitaba.
Desde el primer día de mi ejercicio médico, obtuve tanto el respeto como la calidez humanitaria de los Ordoñez y, como figura principal a la señora Eulalia quien dispondría una habitación para mi “consultorio”: una mesita, cuatro sillas de asiento de tule, agregando yo una mesa de exploración destartalada que me habían prestado, y lo maravilloso ¡una intérprete que me traducía el otomí de los indígenas al español! ejercida por la excelsa voluntad de doña Eulalia; ahí también una joven llamada Carolina se ofrecía como voluntaria... ¿Qué más quería?
Con esas ofertas de voluntades singulares mi labor como médico siguió exitosa, todo se resolvía con alegría y satisfacción.
Un día disfrutando esa dicha estarían frente a mí tres indígenas: un hombre y dos mujeres solicitando mis servicios para un paciente grave cuyo domicilio estaba en lomeríos lejanos. De inmediato me puse en camino, el hombre llevando mi maletín apuraba el paso por la cuesta empinada, no importando que las mujeres que lo seguían se lastimaban los pies descalzos en la vereda pedregosa; subimos hasta una loma donde empezaba el bosque. – Ya llegamos me dijo aquel hombre que mostraba profunda angustia: -Mi papá esta atrasito de la casa, lo dejamos ahí calentándose en el solecito.
En efecto, al enfermo lo hallé acostado sobre un petate y cubierto con una cobija que le cubría hasta el rostro, con cuidado lo descubrí, observando la cara de mi supuesto paciente: un anciano de músculos faciales relajados, con la boca abierta mostrando deshidratación, los párpados a medio cerrar, el pelo canoso escurriéndose sobre la frente, exhibiendo el rictus característico de la muerte. Aquel ser humano vagaba ya en el  otro mundo. ¡Estaba completamente muerto! En aquel momento yo, el médico con mis grandes intenciones y buena fe no tenía ¡Nada, pero nada que hacer! Sólo cerrarle los ojos sintiéndome inútil ante la insalvable realidad.
En aquella escena de lamentos veía a las dos mujeres indígenas abrazando a su muerto, en tanto decidía despedirme; en ese momento, aquel hombre me ofertaba lo que para él era el pago de la consulta.
-Doctorcito llévese este gallito –así me dijo, secándose las lágrimas con los puños de su camisa –para que se tome un caldito, no tenemos con que pagarle ya que estamos muy pobres. En ese lamentable momento rechace el obsequio, enfilando hacia la cuesta pedregosa acompañado sólo de mis cavilaciones, el impacto de aquel momento se injertaba en mi conciencia frente a aquel paisaje de piedras y arbustos.
El recuerdo imborrable aparecía ese 14 de mayo en la fiesta de los Ordoñez, alcanzaba a ver imaginariamente a las dos mujeres regando sus lágrimas recargadas en los costerones de esa choza donde habitaban el dolor y la pobreza.
En aquellos horizontes sentimentales todo se cobijaba en el misterio: mi profesión ¿Un tabú o un acertijo de incertidumbres? Sólo permanecía presente ante mí la mística ferviente de curar el dolor ajeno, así como el imposible de resucitar muertos.
Un día salí de aquel San Lorenzo Malacota, dejando ahí afectos y gratuidades, mi destino: la ciudad de México para titularme como médico llevando consigo la nostalgia como la felicidad interna de haber dado lo mejor de mi precaria experiencia en aquel pueblo de protagonismos, añoranzas, un todo, hilvanado en mis gratísimos recuerdos.


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