jueves, 2 de octubre de 2014

Un hombre llamado Isidoro.

(fragmento del libro “Santa María el pueblo del abandono”)
Roberto Gómez Navarrete.

Habíamos llegado a Santa María Nativitas, veníamos a vivir a este pueblo. Éramos unos niños, nunca habíamos leído cuentos, revistas o simplemente historietas infantiles. El joven Isidoro llegaba de la ciudad donde había crecido al lado de sus familiares. Nunca supimos nada de su padre, sólo de su madre doña Francisca Ángeles, que había nacido en la hacienda de Boximó.
La imagen de Isidoro, aún la recuerdo, aparentaba ser de buena familia, aficionado a la ropa de ciudad, amante de la música, de la lectura, de las buenas costumbres, sobre todo de su extrema bondad para todos.
A pesar de ser dueño de valores humanos, en el pueblo donde había nacido, la correspondencia fue al contrario. Creciendo en su derredor la antipatía, el desprecio, un total encono que tarde o temprano lo hundieron en la rebeldía, ante acosos persistentes, donde las agresiones le negaban la tranquilidad.
Isidoro era un extraterrestre en Santa María.
Sin embargo el tal Isidoro continuaba viajando a la ciudad de México, era ayudante de su cuñado, vendían cabritos en los restaurantes finos. Su trato social dependía del ambiente donde se movía.


La imagen de este hombre se reproduce en los recuerdos añejos: cuando llegaba con nosotros con su cargamento de historietas de la época. Por él conocimos a Popeye el marino, aquel cuya fortaleza la debía a tragar espinacas. También a los Super sabios, con Pepe, Paco y el inteligente Panza, a la mamá Cachimba, a Rolando el furioso, y muchos más que hacían nuestro maravilloso entretenimiento. Isidoro también pulsaba la guitarra y cantaba tangos de Gardel y las melodías de aquel tiempo.

Lo deje de ver por muchos años. Sabía que Isidoro navegaba entre conflictos, enconos y muchas dificultades. Sabía que en el seno familiar había fracasado, dado que él mismo se empeñaba en destruirlo.
Así su historial se entretejió entre la misericordia y el romanticismo, viviendo la transformación circunstancial de su personalidad. El hombre para aliviar el abandono y sintiendo la amarga soledad viró para buscar olvido de lo que lo aturdía, con el único camino que le quedaba: el alcohol, y ¡Sentirse feliz en la borrachera…!
La última confesión de Isidoro…
Lo ví llegar un día pidiendo ayuda. Era ya un hombre anciano prendido a su bastón y agarrado a las paredes. ¡Estaba completamente solo! La vida lo había enclaustrado en la soledad. Desvariaba, en un cuerpo sin mente real. Había dejado aquel día el lecho de costales y cobijas raídas, donde dormía en el portal pueblerino en unión de los perros que también habían dejado a sus dueños.
Aquel hombre que cantaba a la vida y admiraba a sus “chancludas”, él mismo que se había adjudicado el perfil del soldado Mackenzie: también el que presumía ser el “hombre Águila”, de facie afilada defendiendo sus ideales. Hoy era un enigma, una sombra sin nombre y apellido, un vicioso incomprendido, ¡Un alcohólico arrepentido!
Hacía tiempo que lo habían corrido de su casa, la relación familiar se había ido –según decía- ¡Para el carajo! El abandono lo sublimaba con el afecto a los perros. La lealtad inalterable.
En aquellos portales de noches oscuras y friolentas, había gritado, reclamado exigiendo el acabose de las injusticias, el grito también de sus desgracias. Algunas veces la comezón de las autoridades lo había arrastrado a la cárcel, por declarativo e impertinente.
Isidoro tropezaba cada día con dos delitos cometidos: uno la complicidad de la puñalada en la barriga dada al cacique ejidal del pueblo. El segundo el trágico encuentro con José de La Cruz, el infeliz que le había arrebatado a la mujer amada, receptáculo divino de su cariño, ilusiones y esperanzas. Al mismo que había mandado al otro mundo con un tiro en la cabeza.
Isidoro había nacido para sumirse en remolinos y tolvaneras.
Un día llegarían a aprehenderlo, yo con la intención de salvarlo corrí hacia su casa en la cañada de Embojoy, por debajo de la casa de José Pedro, el promotor de las danzas de los apaches. Isidoro había desaparecido. Al retornar al pueblo ya lo tenían agarrado, borracho ufanamente cantando su elegía de siempre:

Borrachita de tequila llevo siempre el alma mía
Para ver si se mejora de esta cruel melancolía

Como buena mexicana sufriré el dolor tranquila
al fin y al cabo mañana tendré un trago de tequila…

Ay, por ese querer pss  qué debo hacer 
si el destino me lo dio, para siempre padecer

En aquel penal lo visitaba mucha gente, una de esas, la joven Timotea quien le regalaba los cariños y suspiros que se habían ido por el precipicio de los desengaños. Un día salió en libertad dándole “la Villa por cárcel”, en aquel conjunto su madre, dos hermanas y la inseparable Timo vibrante de emoción. Isidoro tenía todo para ser feliz, lo vimos llorar como un niño.
Empero la felicidad añorada estaba tal vez lejana, muchos trechos lo separaban de ella. ¿Encontraría la felicidad? ¡Tal vez nunca! En los entresijos del destino había muchas sombras que le quitaban el aliento. El deseo de morir tal vez…
A pesar de aquella felicidad recobrada, en él persistía lo recóndito y misterioso, tropezando cada instante con José y la mujer que le había fallado.
Por esa pendiente de pasiones y rencores revividos, cayó en el abismo de los vicios, en ese despeñadero estaba el alcohol que despedazaba sus ideales así como la misericordia de la que presumía.
Iniciaba una nueva vida la del alcohólico mismo, y con la agresividad despertada. ¡El odio para todo el mundo que lo había parido! Desde ese momento vendrían los pleitos que él mismo provocaba, así como las golpizas que recibía.
Estaba frente a mí, aquel hombre que en mi infancia me había regalado no sólo historietas sino también su buen amor y su afecto.
-Mire lo que soy- dijo consternado ¡Sólo una sombra! ¡Una caricatura! un nada. ¡Un hombre con las linternas apagadas! ¡Disfrutando la oscuridad de las tinieblas!  Eso disfrutando de las tinieblas. Dije ser “el Águila” Hoy un pájaro negro, desplumado, despellejado y con las alas tronchadas. No todo es malo para mí, las retinas me las machacaron con los golpes, en cambio me dieron el milagro de oir hasta lo que platican los muertos. Mis oídos perciben las voces del destino, escucho con claridad las risas burlonas y alegres, también los chillidos de los que temen que se los lleven de patas al panteón.
-Sigo siendo “el chanclas” porque con ellas pisoteo a los que piensan que nunca van a morir. Muertos con alma, como yo hay en todos lados. Otros ¡Ni madre han conocido!
-Me he ocupado hace meses de rezar por ellos ¡Si por los difuntos. De casa en casa, de día y de noche, voy en busca de velorios y también de comida.
-¡Una alma en pena! Ese soy yo…
-Yo los encamino, porque ellos a mí me encaminaran.
Después de esa confesión inesperada, Isidoro siguió de rezandero.
Vendría aquella noche, la última del rezo cotidiano, allí donde encontraba consuelo a sus penas, además de los alimentos que le mantenían en vida. De pie apoyado en el bordón ¡Que rezaba? ¡Lo de siempre, lo aprendido de memoria!
En aquel cuarto de sepelio pueblerino Isidoro hacía presencia. Un hombre andrajoso, encorvado, haciendo esfuerzos para estar de pie, la mano izquierda reteniendo el bordón; en la derecha aquel catecismo deshilachado por tanto uso. En ese momento iniciaba la oración dirigida a las almas del más allá. Muchos se sorprendieron del rezandero, al que le notaban ciertas extrañezas.
-¡Una señal de anticipación de algo?
Isidoro mostraba un tremor extraño, una debilidad que con esfuerzo le obligaba a estar de pie frente a aquella concurrencia. Frente a aquellas velas encendidas el hombre se convertía en un cirio sin despabilar….
En esos instantes su alma también parpadeaba
El rezandero peregrino haciendo esfuerzos iniciaba:
Dios te salve María, llena eres de gracia
El Señor es contigo, bendita tu eres entre todas las mujeres
Y bendito el fruto de tu vientre Jesús…
A ti suspiramos gimiendo y llorando en este valle de lágrimas
Isidoro torció el discurso ante la sorpresa de todos:
-¡Torre de David!... ruega por él
-¡Arca de la Alianza!... ruega por él
No pudo continuar. Enmudeció al sentir un hálito frío que le helaba los brazos y las piernas. Sus pupilas antaño apagadas fueron atrapadas por una luz siniestra brillantísima que se insinuaba en la calabaza abierta a la mitad y sobre la cruz de cal, bajo la caja del difunto. Fuese retrocediendo, apretándose los párpados, para dejar de ver las semillas de aquella calabaza, tal como lentejuelas jugueteando entre claridades y oscuridades.
Penosamente llegó hasta un banco, respirando con dificultad, algunos pensaron en reanimarlo. Una mujer le acercaba un jarro de café, el mismo que no pudo beber. Sus manos de pronto despidieron al bordón y aquel catecismo rodó por el suelo hablando por si mismo. Todos los concurrentes se atropellaban para ayudarlo. Un hombre le ofrecía aire con el sombrero. ¡Todo inútil…!
-Isidoro agonizaba. Al final se iba para siempre…
En aquel cuarto de olor a velorio, de ceras fundidas y flores marchitas confundidas por el aroma de la naftalina, flotaba la compasión y la historia se convertía en leyenda; renacía ahí la compasión, junto a ella, la elegía del “chanclas”, “Del Águila” de vuelos imaginarios, perdidos en los vientos que lo habían alevantado.

Borrachita de tequila llevo siempre el alma mía
Para ver si se mejora de esta cruel melancolía

Como buena mexicana sufriré el dolor tranquila
al fin y al cabo mañana tendré un trago de tequila…

Ay, por ese querer pss  qué debo hacer 
si el destino me lo dio, para siempre padecer… 










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